www.religiondigital.org / 09.07.2019
Mucha gente está convencida de que lo importante
en este momento es la política, mientras que la religión cada día pinta menos.
De ahí que, a la ciudadanía, lo que le interesa es lo que hacen los políticos.
Lo que hagan o digan los curas (y sus devotos) importa menos o incluso nada, a
no ser que se trate de escándalos o abusos de curas sin escrúpulos.
Esta manera de ver la realidad parece
indiscutible. Y efectivamente todo esto resulta indiscutible para quienes se
limitan a ver la realidad de la manera más superficial que se puede ver. Porque
el hecho es que las relaciones entre política y religión son bastante más
complicadas de lo que bastante gente se imagina.
Me explico. Una cosa es “practicar” la
religión. Y otra cosa es “utilizar” la religión. Un político (ya que de
política estamos hablando) puede ir a misa todos los domingos, puede ser amigo
de curas y obispos, puede rezar a los santos y hacer otras prácticas por el
estilo, que, sin duda alguna, son cosas loables y ejemplares. Pero también
puede ocurrir que el político de misas, rezos y santos, sea un embustero y un
corrupto, que insulta a todo el que no piensa como él y que, por supuesto, se
afana por ocupar una poltrona desde la que manda y se impone a los demás. Es
evidente que este individuo “practica” la religión, pero también la “utiliza”.
Más aún, “practica” lo que le conviene, para obtener lo que le rinde mayor
“utilidad”.
Y conste que esto se suele hacer –de forma
más o menos consciente – lo mismo en los despachos de los políticos que en las
sacristías y celdas de parroquias y conventos.
Por eso, si es que de verdad queremos ser
ciudadanos de una pieza, en lugar de hacernos tanto daño fomentando el odio, la
mentira y el insulto, tendríamos que repetir, sin cansarnos, lo que tantas
veces repite el Evangelio: que “los últimos serán los primeros” (Mc 10, 31; Mt
19, 30). Si este criterio se pusiera en práctica, no por “vagancia” de unos o
por “pietismo” de otros, sino por la convicción de quienes fueran de verdad
educados, para buscar el mayor bien de todos, sin duda alguna llegaríamos a
vivir en una sociedad en la que, sin duda alguna, habría menos sufrimiento y
una felicidad más y mejor compartida.
Por esto, sin duda alguna, una de las
cosas que más me llaman la atención, cuando me pongo a leer el Evangelio, es la
cantidad de relatos en los que Jesús reprende machaconamente a sus discípulos
más íntimos, por la cantidad de veces que aquellos hombres discutían cuál de
ellos era “el más importante” (Mc 9, 33-37; Mt 18, 1-5; Lc 9, 46-48) o quiénes
tenían que “ocupar los primeros puestos” (Mc 10, 35-41; Mt 20, 20-28; Lc 22,
25-26). Lo mismo que cuando denuncia la ambición de escribas y fariseos por la
ambición de estar y aparecer como los más famosos (Mc 12, 38-40; Mt 23, 1-36;
Lc 20, 45-47).
Insisto en que todo esto no representa ni
creencias celestiales, ni piedades de gente beata. Es algo mucho más serio. Y
más profundo. Porque toca el fondo mismo de la vida. Ese fondo oscuro que todos
llevamos en nuestra intimidad más honda. El fondo que, más que gente religiosa,
nos hace personas honestas y cabales, que toda persona honrada vería con gusto
ocupando los cargos con más responsabilidad.