Gabriel E.
Merino*
Cefipes /
131018
El contundente
triunfo de Jair Bolsonaro en la primera vuelta de las elecciones presidenciales
en Brasil, que lo deja muy próximo a la presidencia del principal país de
América Latina, generó una conmoción regional y mundial debido a sus discursos
racistas, misóginos, homofóbicos, ultra “punitivistas” y de reivindicación de
la dictadura militar y de la tortura.
Que el gesto
proselitista de sus simpatizantes sea gesticular un arma con la mano simboliza
en buena medida el mensaje que une al candidato con sus electores. En este
sentido, el combate a la inseguridad y a la corrupción fueron los ejes
centrales de su campaña, recogiendo demandas especialmente abrigadas por buena
parte de los sectores que difusamente se denominan capas medias.
El resultado
forma parte de una crisis que se inicia hacia el año 2013 en relación a un conjunto
de escándalos de corrupción, a la agudización de las tensiones entre grupos
sociales y sectores políticos de la propia alianza nacional popular
neodesarrollista encabezada por el PT y, especialmente, a los antagonismos que
genera el programa de gobierno del PT con la mayor parte de grupos económicos
dominantes y del llamado “establishment”, en un contexto de
ralentización del crecimiento económico y crecientes presiones geopolíticas.
Esto se
articula con la aceleración de las tensiones geoestratégicas cristalizadas,
entre otras cuestiones, en el congelamiento de las relaciones con los Estados
Unidos en el 2013 (debido a las escuchas de los servicios de inteligencia
estadounidense sobre la presidenta y sobre Petrobras); la apuesta a la
multipolaridad de Brasil con la construcción de los BRICS y las alianzas con el
Sur global (en Fortaleza en julio del 2014 se lanza un Banco y un Fondo de los
BRICS); y el desarrollo de una forma de regionalismo autónomo suramericano a
través de la UNASUR, que eclipsó instituciones como la Organización de Estados
Americanos (OEA). En otros trabajos ya observamos cómo estas cuestiones son
señaladas en informes oficiales como amenazas para la seguridad nacional de los
Estados Unidos. [i]
La crisis
política se profundiza con el desplazamiento en agosto del 2016 de Dilma
Rousseff y del Partido de los Trabajadores (PT) del poder ejecutivo, a menos de
dos años de un triunfo electoral en segunda vuelta, aunque muy debilitados
desde el inicio del segundo mandato en el 2015, en medio de las contradicciones
descritas. Y se agrava con la ilegitimidad del gobierno de Michel Temer, quien
nunca llega a tener más del 3% de aprobación, y el programa de ajuste
neoliberal surgido del cambio de relaciones de fuerzas a favor de lo que se
conoce como el “establishment”.
Los problemas
de acumulación y las presiones competitivas locales y globales hacen que la
mayor parte de las fracciones de capital dominante, incluso las más
comprometidas en el esquema de gobierno del PT, presionen contra el salario y
derechos laborales y el gasto/inversión del Estado.
El programa de
ajuste –junto con la paralización de buena parte de las inversiones producto
del Lava Jato, el Petrolao y el golpe que ello significó sobre un sector
importante de la burguesía industrial brasileña-, derivó en una profundización
de la recesión que significaron la caída económica más profunda de la historia
de Brasil.
Dicho ciclo
recesivo fue antecedido por un crecimiento del PIB entre el 2002 y el 2014 muy
significativo, que pasó de 0,51 a 2,46 billones de $US a precios actuales
(Banco Mundial), pero en el 2016 cayó a 1,8 billones, disparando el desempleo a
más de dos cifras, deshaciendo parte de las conquistas distributivas durante el
lulismo y afectando también a capas medias de trabajadores profesionales y a la
pequeña y mediana burguesía industrial y rural.
Muchos de estos
sectores –que ven al Estado, el cobro de impuesto y la atención de demandas
populares, como un problema—, se ven seducidos por el discurso de discurso que
esgrime Bolsonaro, focalizado en la corrupción política, la necesidad de
“orden”, la necesidad de achicar el gasto social y dejar de mantener “vagos”
(según esta visión), el problema de la inseguridad y la necesidad de mano dura
para combatirla, en detrimento del discurso de combate a la pobreza y a la
desigualdad.
Por otra parte,
el impedimento judicial a la candidatura de Lula da Silva (incluso a pesar del
pedido de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU), quien aparecía como
ganador en todos los escenarios de primera y segunda vuelta según las
principales encuestas, termina de configurar un escenario electoral amañado,
que profundiza la crisis institucional y polarización político social, pero
posibilita la continuidad programática de las políticas desarrolladas a partir
del desplazamiento del PT en el 2016 –aunque vale señalar que ya en el segundo
mandato de Dilma Rousseff, en medio de las contradicciones descriptas, se había
comenzado con un giro hacia el ajuste.
La ausencia de
un levantamiento popular que rechace la situación de prisión de Lula y la
proscripción a su candidatura, muestra también la debilidad del “lulismo” a
pesar de su fortaleza electoral. La imposibilidad de trasladar todo el caudal
electoral de Lula a Fernando Haddad y la fragmentación de la llamada izquierda,
terminan de dibujar un escenario desfavorable para el PT.
Elecciones y situación política
En este
escenario, triunfa en la primera vuelta Bolsonaro, obteniendo 49 millones de
votos (46%), frente a Haddad con 31 millones (29,3%). Otros candidatos se
repartieron 26 millones de votos, entre los que se destaca Ciro Gomes con 13,3
millones, de tendencia progresista-popular. Y hubo aproximadamente 10 millones
de votos blancos y nulos y 30 millones de personas que no asistieron a sufragar.
El primer dato
de la elección es que expresa con total transparencia las desigualdades y
polaridades del gigante suramericano, articuladas en torno a las clases, el
territorio, el género y la cuestión racial. Por mencionar una de las más
evidentes, Haddad ganó en casi todos los estados que conforman la región del
Nordeste (menos en Ceará donde triunfó Ciro Gomes, ex ministro de Lula) y en el
estado de Pará de la región norte, caracterizados por su pobreza relativa y sus
mayorías negras, y probablemente donde más impactaron las políticas sociales de
los gobiernos del PT. Por su parte, Bolsonaro ganó en el resto de los estados.
El segundo dato
central que se desprende de la elección fue la estrepitosa y brutal caída de
los partidos que expresaban a los grupos dominantes y las llamadas elites
tradicionales, cuya base social eran fundamentalmente las capas medias
tradicionales y distintas expresiones de pequeña burguesía, ideológicamente
ubicados en la “centro-derecha” liberal.
Estos partidos
constituyen el sostén político del gobierno de Michel Temer y están
profundamente involucrados en distintos escándalos de corrupción. Geraldo
Alckmin, perteneciente al PSDB y ex gobernador de San Pablo, obtuvo sólo el
4,76% de los votos. Mientras que Enrique Meirelles –candidato por el MDB de
Temer, ligado a los grupos financieros locales y globales, ex ministro de
economía de Temer y ex presidente del Banco Central (2003-2011)— obtuvo un
ruinoso 1,2%.
En la Cámara
Baja, el PT pasó de 61 a 56 representantes mientras que el PSL de Bolsonaro
subió de 4 a 52, en un total de 513 miembros. En el caso del MDB y el PSDB la
caída de sus representantes fue muy significativa, pasando de 51 y 49 diputados
respectivamente, a tener 33 (MDB) y 34 (PSDB). Es decir, el Bolsonarismo no
creció tanto sobre los electores del PT, sino que creció en detrimento del PSDB
y el MDB. En el caso del senado, la caída fue menos abrupta y más pareja: el PT
pasó de 9 a 6 representantes, el MDB de 18 a 12, el PSDB de 12 a 8 y el PSL de
Bolsonaro de no tener representación a ocupar 4 bancas.
La agudización
de la fragmentación del sistema político fue otro de los datos claves. En la
cámara de diputados devinieron de 25 a 30 los partidos con bancas, y en el
Senado de 15 a 21. Ello es parte también de la crisis y, a su vez, de la
naturaleza del propio sistema político brasileño. Naturaleza que muchos
analistas identifican como una de las causas de la corrupción sistémica, ya que
toda fuerza política que gana el poder ejecutivo, especialmente si es de signo
contrario al régimen político dominante, para tener gobernabilidad debe
negociar amplios acuerdos parlamentarios con fuertes “costos de transacción”.
Ello le sucedió al PT que sólo llegó a tener aproximadamente una quinta parte
de la representación parlamentaria.
La profunda
crisis de los partidos políticos refleja que un conjunto de grupos sociales,
clases y sectores ya no se expresan o no se sienten representados por ciertas
estructuras políticas tradicionales, particularmente las liberales, en sus
distintos matices. El sistema político entró en una crisis de legitimidad,
alimentada tanto por el eje de la corrupción como por la crisis económica y el
discurso “anti-política”. Dicha crisis fortalece a figuras que se presentan
como “outsiders” o anti-sistemas, a pesar de que Bolsonaro sea parte del sistema
político institucional desde hace casi 30 años.
La crisis de la
centro-derecha liberal expresada fundamentalmente en el PSDB, que contenía
tanto alas neoliberales como neodesarrollistas, está en relación al planteo de
Wallerstein acerca de una de las características centrales de la transición
histórica del sistema mundial en la que estamos inmersos: la crisis del centro
liberal, en la polaridad entre el espíritu de “Davos” y el de “Porto Alegre”.
También forma parte de las características de esta transición histórica la
inestabilidad, las fluctuaciones bruscas, la creciente polarización, la crisis
de acumulación y la ruptura de la institucionalidad que cristalizaba una
situación histórica anterior que se derrumba.
Esta situación
se agudiza a partir de la crisis financiera global del 2008, el estancamiento
económico del norte global y de buena parte de la periferia, lo cual exacerba
las luchas competitivas tanto entre capitales de países centrales como al
interior de dichos territorios centrales, como también las tensiones
capital-trabajo (este último el gran perdedor desde la ofensiva neoliberal
desde los años setenta), las tensiones norte-sur y las pujas en el campo
ideológico-cultural. También la lucha mundial entre polos de poder, la puja en
Brasil por sus alineamientos geopolíticos y la tensión entre ser o no un polo
de poder exacerba las contradicciones en el gigante suramericano.
Qué y quiénes ganaron en Brasil
Para entender
qué y quiénes ganaron esta primera vuelta con Bolsonaro hay un primer dato que
resulta bastante gráfico: al siguiente día de la elección, el Bovespa
(principal índice de la bolsa paulista) ganó 4,57%, la mayor subida en dos
años, impulsado principalmente por las acciones de empresas energéticas y
bancos. Además, se negoció el mayor volumen en la historia de ese mercado. En
tanto, el real se fortaleció frente al dólar en 2,35%. Las acciones de
Petrobras, la gigante petrolera suramericana que el referente económico de
Bolsonaro -Paulo Guedes- pretende privatizar, escalaron un 11%.
Paulo Guedes,
es un “chicago boy” formado en la escuela monetarista de Milton Friedman a
fines de los 70’, en plena reacción neoliberal conservadora. También es
banquero y financista. Su misión es profundizar la agenda económica iniciada
con el desplazamiento a Rousseff: privatizaciones, flexibilización laboral,
baja de salarios, intento de reforma previsional, ajuste, etc. De hecho, suben
en la bolsa bancos y energéticas porque se avecina una profundización de la
valorización financiera, un fortalecimiento del capital financiero
transnacional y local, y la privatización y regulación a favor del capital
concentrado del sector energético.
En esta línea,
en el escenario de que triunfe finalmente Bolsonaro, se está armando un equipo
de gobierno protagonizado por CEOs de grandes empresas, entre ellos el CEO para
América Latina del banco estadounidense Bank of America, Alexandre Bettamio;
María Silvia Bastos Marques, CEO de Goldman Sachs en Brasil; el presidente del
consejo de la telefónica TIM, perteneciente a Telecom Italia, João Cox; el
director del banco español Santander, Roberto Campos Neto; el actual titular
del Banco Central, Ilan Goldfajn (ex FMI y ex economista jefe del principal banco
brasileño, Itaú Unibanco); y Sergio Eraldo de Salles Pinto, socio del fondo de
inversiones Bozano, dirigido por el propio Guedes.
Por lo
señalado, a pesar de su pasado vinculado al nacionalismo, Bolsonaro en los
últimos tiempos ha dado un giro importante y ha cedido el programa económico a
representantes de la llamada ortodoxia, vinculados al capital financiero
americano y a grupos neoconservadores, que forman parte del esquema de poder
actual del gobierno de Estados Unidos. Por otro lado, y en contraposición, las
fuerzas financieras globalistas y los medios liberales como The Economist,
el Financial Times y el New York Times son fuertemente críticos
de la figura de Bolsonaro y lo ven como una amenaza.
De esta manera,
se manifiesta también en Brasil la puja entre “globalistas” y “americanistas”
que cruje en el establishment del mundo anglosajón. A su vez, los
sectores “liberales” locales de la burguesía brasilera –como la que expresa el
gigante mediático O Globo— también comparten esta visión, aunque de
forma mucha más solapada y, paradójicamente, hayan contribuido desde su
acérrimo “anti-lulismo” al triunfo de Bolsonaro.
Además, Bolsonaro,
con el giro que produjo a nivel económico, logró canalizar el apoyo de buena
parte de la gran burguesía financiera, agraria e industrial de Brasil, cuyo
principal temor es que un posible retorno del “populismo” del PT frene la
agenda programática neoliberal que intentó llevar adelante Temer. Lo único que
prometió como paliativo de esta agenda y para lograr el apoyo de los grupos
industriales, fue mantener los niveles de proteccionismo arancelario.
Los apoyos
descritos anteriormente, más la importante movilización de gran parte de las
iglesias evangélicas (que influyen en casi el 30% de la población de Brasil),
el de los sectores más conservadores de la Iglesia Católica y el de las fuerzas
armadas, cuyos cuadros integrarían el futuro gabinete, parecería llevarnos a
una fácil comparación con Donald Trump.
Sin embargo,
también puede verse como un espejo periférico, que justamente signifique su
contrario: mientras Trump es un nacionalismo de poder central, que apunta a
“recuperar” el poder de los Estados Unidos frente a las fuerzas globalistas, el
“nuevo” Bolsonaro –neoconservador en lo ideológico y neoliberal en lo
económico— desterró de su agenda las posiciones soberanistas y la defensa al
poder nacional de Brasil, adhiriendo a las premisas históricas del modelo de
capitalismo asociado periférico y dependiente, muy crítico de los lineamientos
nacional desarrollistas.
Esto tiene su
correlato en materia del modelo de integración regional. El MERCOSUR y toda
idea de regionalismo autónomo propia de las visiones nacionalistas y
desarrollistas parecen estar en las antípodas de la visión de Bolsonaro, aunque
tampoco parece homogénea esta posición en el “bolsonarismo”. Al respecto, hace
un año, Bolsonaro afirmó que Brasil tenía que tener otras opciones fuera de las
amarras ideológicas del MERCOSUR. Y, al igual que Trump, afirmó que había que
partir del bilateralismo en pos del desarrollo real del país.
El general
retirado Hamilton Mourão, candidato a vicepresidente de Bolsonaro, refuerza la
presencia de las fuerzas armadas en el armado político de Bolsonaro. También
los anuncios de que varios militares integrarán su gabinete. En este sentido,
¿constituye Bolsonaro una estrategia de poder de las Fuerzas Armadas? Lo es de
por lo menos un importante sector, aunque no se observa homogeneidad. Pero la
pregunta es, qué proyecto estratégico, qué alianzas político-sociales y que
grupos y fracciones están mediando, expresando y queriendo organizar estos
sectores de la burocracia militar.
Ya que lo
militar en sí no define ni deja entrever el contenido dominante de un proyecto
estratégico y, por ejemplo, el bolsonarismo y los militares que lo acompañan se
oponen diametralmente a la experiencia chavista, que tuvo y tiene un gran
protagonismo de las Fuerzas Armadas de Venezuela.
La profunda
reivindicación de la dictadura de 1964-1985 por parte de Bolsonaro y sus apoyos
en las Fuerzas Armadas y en las fuerzas de seguridad, pareciera recuperar la
estrategia “subimperialista” que se dio con el golpe del 1964 (la cual se
modificó en parte durante el período del nacionalista Ernesto Geisel
1974-1979).
Esta consistía
en funcionar como polea de transmisión de los intereses dominantes de Estados
Unidos en el hemisferio occidental –en plena Guerra Fría—, pero a cambio un
relativo margen de maniobra en cuanto al sostenimiento de cierta política
industrial nacional y algún margen de autonomía relativa en materia de Defensa.
En este
sentido, los acuerdos militares que se produjeron entre Estados Unidos y Brasil,
el 22 de marzo del 2017, mediante los cuales se busca “volver a conectarse” y
“estrechar lazos”, avanzan en esa perspectiva, que el “bolsonarismo”
profundizaría. Después de más de seis años de negociaciones, el Ministerio de
Defensa de Brasil y el Departamento de Defensa de Estados Unidos (el Pentágono)
firmaron el Acuerdo Maestro para el Intercambio de Información en el área de
investigación y desarrollo en defensa.
Sin embargo,
también hay que señalar que actualmente existe mucho menor margen para dicha
estrategia. Entre otras cosas, por la contradicción entre la dependencia del
comercio con China y las crecientes inversiones del gigante asiático en Brasil,
frente a la geoestrategia dominante en los Estados Unidos que ve como una
amenaza para sus intereses el avance de China en América Latina, junto a la
crisis/lucha por la acumulación a nivel global que exacerba las necesidades de
centralización y concentración del capital “americano”.
Segunda vuelta
Por último, el
escenario de segunda vuelta es muy favorable a Bolsonaro y las tendencias
dominantes así lo establecen. Sólo una oleada de “voto espanto” podría cambiar
la elección, movilizando votos nulos y en blanco (10 millones) y parte de los
votantes habilitados que no sufragaron (30 millones). Aunque todavía esas
posibilidades no se verifican. Si los votantes de Ciro Gómez, Guilherme Boulos
y Marina Silva –que suman la mitad de los votos en “disputa”— es probable que
se inclinen por Haddad, también es probable que el resto se incline por
Bolsonaro, por lo menos hasta ahora.
Igualmente, es
poco probable que en cualquier resultado se supere la crisis política de Brasil.
Un triunfo de Bolsonaro va a mantener un estado de polarización político-social
muy profundo, con crecientes muestras de violencia política. Un acercamiento de
Haddad hacia el “centro”, renunciando a gran parte de su programa para obtener
el apoyo de al menos una parte de la burguesía y los grupos liberales, puede
generar un distanciamiento con su base social popular, como sucedió al final
del mandato de Rousseff. Obviamente, de cara a la segunda vuelta, ambos
candidatos intentarán seducir ese “centro liberal”, por lo menos lo que queda
de él. La cuestión es qué pasa después.
[i] A ello
podemos agregar el cuestionamiento brasileño del bloqueo estadounidense a Cuba
y la construcción del puerto de Mariel y de una zona económica especial en
dicho país realizada por Odebrecht y 400 pymes brasileras; el impulso
del acuerdo con Irán y Turquía sobre el plan nuclear iraní, participando como
potencia mundial en uno de los conflictos euroasiáticos más sensibles; el
desarrollo del submarino nuclear junto con Francia y el acuerdo con la empresa
rusa Russian Technologies para producir helicópteros y misiles para Brasil; el
incremento en varias veces del presupuesto militar superando los 31.000
millones de dólares en el 2013 (lo que consolidó un presupuesto mayor al
conjunto del resto de los países suramericanos sumados), asociado a la defensa
de recursos naturales y de las fronteras, y al desarrollo del complejo
industrial-militar desde una mirada “soberanista”.
*Dr. en
Ciencias Sociales. Sociólogo docente e investigador de la Universidad Nacional
de la Plata. Coordinador del Centro de Estudios Formación e Investigación en
Economía Política y Sociedad (CEFIPES). Argentina.