En la escena del crimen. La verdadera historia de Estados
Unidos es la de sus pueblos indios
Por: Hermann
Bellinghausen
www.jornada.unam.mx/ojarasca/enero2015
Al narrar la
historia del subcontinente con el punto de vista de los pobladores originarios,
Roxanne Dunbar-Ortiz redimensiona de manera radical la historia de Estados
Unidos desde la perspectiva más insoportable, la más negada (“el relato oficial
está equivocado no por sus hechos, fechas o detalles, sino en su esencia”);
también la más real. Bien podríamos, ironiza, tender un cerco de cinta amarilla
alrededor de todas sus fronteras para investigar la escena del crimen.
Con severidad y
rigor, la historiadora funge como detective de un caso aparentemente “frío” y
sigue los rastros de sangre, que son miles y aparecen por donde uno rasque.
Pone nombre y apellido a los asesinos (aventureros, militares, presidentes,
predicadores).
En Una historia de Estados Unidos de los
pueblos indios (An Indigenous People’s History of the United States, Beacon Press, 2014), documenta a qué grado dicho país fue
fundado y construido por auténticos indian killers; los que no fueron autores
materiales lo fueron intelectuales, en Washington o donde fuera. El resto de
los colonos y ciudadanos resultaron beneficiarios directos del despojo, el
exilio, la tortura y el exterminio de los pueblos originarios que poblaban a
sus anchas praderas, montañas, costas y desiertos en el pródigo norte que hoy
ocupan Estados Unidos y Canadá.
Las calles, las
ciudades, las plazas, los billetes, los discursos patrióticos están
abrumadoramente dedicados a la memoria de generales y políticos que mintieron,
traicionaron, engañaron, persiguieron y aniquilaron por millones a los hombres
y mujeres que iban encontrando a su paso de la costa atlántica a la pacífica,
en lo que llamaron “la conquista del Oeste”.
La construcción
épica de los hechos ha sepultado la verdad: aquella fue la experiencia de colonización más brutal y vasta jamás
emprendida por seres humanos, que se consideraban racionales, bajo el subterfugio
de presumirse “superiores”, distinguidos por Dios mismo con derechos ilimitados
y un destino manifiesto.
Dunbar-Ortiz deja
claro que la experiencia de los indian
killers provenía de los exterminios de musulmanes y judíos en España, y en
particular el de irlandeses en Gran Bretaña por parte de mercenarios
“escoceses-irlandeses” empujados por Inglaterra para adueñarse de Irlanda;
estos mismos conformarían los primeros grupos colonizadores de América del
Norte y marcarían la senda y el método. No aprendieron a arrancar cabelleras en
el “nuevo mundo”, los enviaron al continente porque ya sabían hacerlo.
“La historia de
Estados Unidos es una historia de ocupación colonial; el Estado fundacional se
basa en la ideología de una supremacía blanca, la práctica extendida de la
esclavitud de africanos, y una política sostenida de genocidio y robo de
tierras. Quien busque una historia con final optimista, de redención y
reconciliación, puede mirar alrededor y observar que una conclusión así no es
posible, ni siquiera en los sueños utópicos de una sociedad mejor”.
Una de las
características más notables (y abominables) de la civilización capitalista,
encarnada quintaescencialmente en Estados Unidos, es su abismal capacidad de
olvido. En el resto del mundo es del dominio público, casi lugar común, el
hecho de que la actual Unión Americana se fundó sobre una masacre histórica que
duró más de dos siglos.
Esa cadena fríamente
calculada de “guerras indias” que desde la colonización británica asolaron al
“continente” del norte, convierte a dicho país en la escena del crimen masivo
más atroz: el exterminio deliberado de cientos de naciones y tribus, una entera
civilización, distinta y no menos humanista que la de los invasores. Pueblos
con frecuencia más sutiles y sabios, a la manera oriental. Culturas preñadas de
significados que las burdas y codiciosas mentes europeas fueron incapaces de
comprender, ni se interesaron.
Gore Vidal expresaba
en alguna entrevista que la principal característica estadunidense es la negación
automática de los hechos incómodos para sólo mirar adelante. “Llega el lunes y
todo lo que hicimos la semana anterior queda en el olvido”. Aquí se trata de un
pasado inconfesable, aunque haya tenido sus fisuras este pacto nacional de
olvido.
El fenómeno
editorial que desató en 1971 el descorazonador recuento Entierré mi corazón en Wounded Knee, de Dee Brown, alcanzó los
cuatro millones de copias. ¿Despertó cuatro millones de memorias? No fueron
suficientes. Quedaba más cerca del fatalismo estilo La visión de los vencidos de Miguel León Portilla, digamos que de
la combativa y revitalizadora historia que ofrece ahora Dunbar-Ortiz.
Casi nadie se salva,
ni siquiera Vidal, del bisturí de Dunbar-Ortiz, quien desde la primera página
deja claro de qué habla. Su libro debate incluso con el pensamiento
progresista, que tampoco está a salvo del olvido y la negación del colonialismo
que define la esencia misma de Estados Unidos; no accede a la conciencia de
que, más allá del pasado esclavista y el racismo contra la población negra y
las “minorías”, el mayor pecado de ese
país de fanáticos cimientos calvinistas es lo que sus antepasados hicieron con
los indios (ellos lo siguen haciendo con leyes y políticas, y la reticente
magnanimidad que se concede a los vencidos).
De origen fue muy fácil: los indios nunca fueron ciudadanos, nunca
tuvieron derechos. Sólo se les reconocerían algunos cuando el
despojo quedó consumado. Fueron señalados simpatizantes y propagandistas del
genocidio autores como James Fenimore Cooper y Walt Withman, pero hasta
nuestros queridos Woody Guthrie (“Esta tierra es mi tierra”) y Howard Zinn
resultan aquejados del Alzheimer nacional.
El título ya alude
al admirable trabajo de Zinn A Peoples’
History of the United States (1980), torpemente llamado en castellano La
otra historia de Estados Unidos. Maestro y amigo de Dunbar-Ortiz, no por ello
deja Zinn de participar en el olvido; a ese pasado colonial, tan determinante,
no le otorga mucha importancia, en un implícito “lo caído, caído” del que tampoco
se salvan la izquierda tradicional, los hijos de Acuario, los defensores de los
derechos civiles, la generación beat ni los new age.
En México, José
Agustín señala que mientras los jipitecas nacionales se identificaron con el
pasado indígena y las prácticas espirituales vivas, los hippies del norte nunca
miraron hacia sus pueblos indios.
Nada de eso quita
que Estados Unidos, la “tierra de los libres”, sea de raíz un país mal habido,
de la peor de las maneras. Sí, todo empieza con Cristóbal Colón y el rosario de
incontables crímenes coloniales que despoblaron el Caribe y están en el origen
de todas las naciones americanas modernas. Lo relevante del libro de
Dunbar-Ortiz es que sistematiza, por primera vez, la ruta completa de esa
destrucción en Estados Unidos. ¿Qué importancia tiene hoy? ¿Mero examen
colectivo de conciencia? ¿Denuncia retrospectiva como las del holocausto judío,
la locura de los Jemeres Rojos, el descontrol salvaje en la antigua Yugoslavia
o cosas así?
No, Dunbar-Ortiz es
demasiado sagaz, y su compromiso no es sólo ético. Está en su experiencia la
defensa de los territorios y los derechos vigentes de las naciones indias que
viven actualmente dentro del país que les arrebató todo. En obras anteriores
como Raíz de la resistencia: la tenencia
de tierras en Nuevo México (1980) y sobre todo La gran nación sioux (1977), presta un servicio histórico-legal a
los pueblos despojados.
El segundo fue un
documento fundamental para la primera Conferencia de los Pueblos Indígenas de
América en la sede de las Naciones Unidas en Ginebra, y la influencia de sus
ideas alcanzó la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los
Pueblos Indígenas, que la ONU por fin logró parir en 2007.
Así, Una historia de Estados Unidos de los
pueblos indígenas no queda en el responso por los indios muertos y los
búfalos aniquilados. Se trata de una herramienta de lucha y reivindicación
objetiva para los 554 pueblos vivos en sus 310 reservaciones, una población
cercana los cuatro millones de personas.
El relato, exhaustivo en apenas 230 páginas,
resulta fascinante y sobrecogedor, mueve a la indignación y abona la simpatía
por esos pueblos sabios y libres que cayeron doblegados con crueldad
“iluminada” de los blancos. Registra las fuentes más sólidas para demostrar la
uniformidad sistemática en las políticas expoliadoras y genocidas de los
gobiernos estadunidenses. Todo, para fundamentar que los derechos de los
pueblos indios siguen vigentes, al igual que los más de cien tratados que el
Estado firmó con dichos pueblos sin la más mínima intención de cumplirlos.
Una historia... no está escrito en clave de derechos humanos
como haría una ONG, sino de derechos históricos, territoriales, culturales (en
paralelo con la que Guillermo Bonfil llamaba “la civilización negada” de
Mesoamérica). La historiadora discute la “doctrina del descubrimiento”, todavía
vigente en Estados Unidos, por más que en Latinoamérica haya perdido toda
credibilidad tras el fallido “Quinto Centenario” celebrado por la corona
española y los gobiernos nacionales en 1992.
No obstante,
Dunbar-Ortiz ve “disolverse” esta doctrina en Norteamérica “a la luz de
profundos actos de soberanía” ejecutados por los pueblos indios contemporáneos.
En términos mexicanos, el libro equivale a la exigencia de cumplir muchas
decenas de Acuerdos de San Andrés. “Que sobrevivan los pueblos roba el aliento,
pero no es un milagro”, reconoce la autora. Más allá de la desesperación, no
han dejado de resistir como pueblos verdaderos que ya no quieren renunciar a su
futuro.
Otro asunto grave
emerge en esta obra. El modus operandi del arrasamiento norteamericano
prefigura, al detalle, las políticas imperialistas y contrainsurgentes de
Estados Unidos (Filipinas, Vietnam, Irak y Afganistán ya fueron indian country, y el terrorista Osama
Bin Laden era “Gerónimo” para el Pentágono). En algún momento, la historiadora
describe la abusiva anexión de la mitad de México como una “guerra india” más.
Para colmo, el método yanqui inspiró las políticas de dominación y apartheid en
Australia, Sudáfrica e Israel (los dos últimos países nacieron casi al
mismo tiempo, en 1948).
La muy estadunidense
ausencia de sentimientos de culpa la repiten hoy los israelíes todos los días.
Los bloqueos y los ilegales asentamientos en Palestina, siempre apoyados por
Washington, materializan una extensión a modo de su “doctrina” del “derecho
divino” al despojo. La Constitución estadunidense habría sido dada por Dios,
así como se promueven los presuntos derechos de Israel para ocupar su “tierra
prometida” en el Oriente Medio, en detrimento de los “no ciudadanos” que la
pueblan ancestralmente. Una voluntad militar, teocrática y supremacista
alimenta ambas experiencias coloniales. Por eso Israel y Estados Unidos son tan
descaradamente compadres.
La argumentación de
Dunbar-Ortiz desemboca en el renacimiento del movimiento indígena a partir de
la década de 1970, la creación del American
Indian Movement (AIM), y con el tiempo, la reactivación de las exigencias
territoriales, económicas y de autonomía de las naciones indígenas. Las
traiciones del pasado determinan las estrategias del presente de manera
objetiva y legal, en plenitud justiciera.
No estamos ante un
panfleto inflamatorio o romántico, sino un documento basado en hechos. Escueto,
amplio, bien documentado, es mucho menos ideológico que las motivaciones,
justificaciones y falsificaciones que sostienen la historia oficial; en el
libro hablan los invasores a través de sus actos y de sus propias palabras:
ellos inventaron, y no los nazis, la limpieza étnica a gran escala. Dentro de
lo irreversible del genocidio ya ocurrido, la obra aspira a cuando menos servir
de espejo para una nación incapaz de mirar de frente su propio pasado y decirse
la verdad sobre sus “padres fundadores”, sus “héroes” y su propio patriotismo.
“La ausencia de la
más mínima nota de arrepentimiento o tragedia en las celebraciones anuales de
la Independencia revela una profunda desconexión en la conciencia de los
estadunidenses”. El provincialismo y el chauvinismo de los historiadores “dificulta
una revisión efectiva, con autoridad reconocida”, admite Dunbar-Ortiz.
Más allá de la
denuncia, este volumen legitima a los pueblos actuales y redignifica su pasado.
El capítulo inicial, “En la senda del maíz”, plantea la existencia en la norteamérica
precolombina de una civilización diversa, plural y democrática, tan avanzada
como las de meso y sudamérica. No simples cazadores-recolectores neolíticos ni
bandas dispersas. Agricultores sofisticados, artistas, gobernantes. “En 1492,
América del Norte no era una tierra virgen sino una red de naciones: los
pueblos del maíz”, que en el siglo XXI permanecen colonizados por una nación que
los niega desvergonzadamente.