Guillermo Castro H.
Este país dialoga hoy como no lo había hecho en mucho, mucho tiempo. Surgen grupos de debate con nombres y orientaciones diversos – Repensar Panamá, Cuidemos a Panamá, Foro Social de Panamá, son algunos de ellos -, y se multiplican los foros que abordan los problemas que la vieja normalidad enmascaraba, y que la pandemia ha sacado a una luz cada vez más brillante.
De
tiempo atrás padecía Panamá de una combinación de problemas en la que el
conjunto impedía encontrar soluciones para las partes. Se hacía evidente que el
crecimiento económico de comienzos de la segunda década del siglo se tornaba
cada vez más incierto; que la inequidad persistía en lo social; que el
patrimonio natural del país estaba siendo devastado, y que la institucionalidad
nacida del golpe de Estado de diciembre de 1989 había ingresado en un curso de
deterioro que nada parecía capaz de detener.
Por su
parte, políticos, medios de comunicación y un grupo de organizaciones cívicas
que se decían representantes de la sociedad civil – todos a coro con las otras
democracias neoliberales de la región – achacaban el origen de todos esos males
a la corrupción, al deterioro del sistema judicial, y a la complicidad pasiva
de la variopinta multitud de pobres y no tan pobres de la ciudad y el campo. En
lo político había un sólido consenso en culpar a cada gobierno anterior. En lo
ideológico se organizaban eventos públicos con oradores invitados del calibre
de Álvaro Uribe y el señor de la OEA, en los que se hacía una condena ritual
del populismo. Y en lo económico se daba por entendido que cualquier cambio
sería desastroso, y que entre aumentar impuestos a las grandes estructuras de
acumulación o endeudar el país para atender los problemas sociales y de
infraestructura, la segunda era sin duda la única opción razonable.
El deterioro general
ya era visible en enero. De marzo en adelante, el impacto de la pandemia
aceleró lo que la crisis económica y política venía anunciando. Dos factores
han tenido especial incidencia en esto. El primero ha sido el empeño estatal de
encarar la crisis sanitaria como un problema estrictamente técnico, sin entrar
a considerar su dimensión social. El segundo ha sido priorizar lo económico
sobre lo social, protegiendo a toda costa al sector financiero, y limitando la
ayuda estatal a los sectores populares a 100 dólares al mes, cuando el propio
gobierno estima en 350 el costo de la canasta básica de alimentos.
Nuestros mayores de
la primera mitad del siglo pasado acostumbraban a relacionarse con sus
conciudadanos a partir del sexo, edad y condición social de cada uno. La
información que el Estado ofrece sobre la pandemia atiende a la edad y sexo de
las víctimas, pero no a su condición social. Eso debe ser deducido de las áreas
de mayor impacto de la enfermedad: barrios pobres poblados por trabajadores del
sector informal - que constituyen el 47% de la fuerza de trabajo -, y por
obreros y empleados asalariados.
De estas cosas tratan
los diálogos que se multiplican en el país. Se empieza a entender, como lo
advertía José Martí, que “en política lo real es lo que no se ve”, y se busca
trascender las apariencias dominantes en la vida pública durante las últimas
tres décadas. El deterioro acumulado desde la década de 1980 en el sistema
educativo no ayuda a caracterizar los problemas que encara el país, pero eso
estimula el creciente interés en escuchar lo que tienen para aportar los
profesionales de las ciencias sociales, las naturales y las Humanidades,
desplazados hasta anteayer por los especialistas en autoayuda y los
predicadores del credo neoliberal.
Nuestra cultura, a
mucha honra, tiene una impronta conservadora en lo social, y una liberal en lo
político. Eso ayuda a entender que de los diálogos no surge tanto la demanda de
grandes transformaciones inmediatas, sino ante todo la exigencia de que el
Estado practique lo que predica, y preste la atención debida a las necesidades
de las mayorías, agravadas por medidas de cuarentena especialmente severas.
Esto va implicando,
cada vez más, demandas políticas. Una, por ejemplo, es la de que el Estado
garantice y facilite el ejercicio del derecho ciudadano a la organización para
la participación de todos en las cosas de todos como norma en la vida de la
República. En la práctica, esto implica pasar de ser la continuidad de la
República que nació con las limitaciones de un protectorado militar extranjero
en 1903, a otra protegida por su propia ciudadanía.
Cambian las cosas, y
cambiarán. El himno nacional de 1903 celebraba que liberales y conservadores
habían logrado establecer alcanzar “por fin la victoria / en el campo feliz de
la unión”, y pedían “cubrir con un velo / del pasado el calvario y la cruz”,
para que alumbrara el azul del cielo patrio “de concordia la espléndida luz.”
Hoy hemos entrado a
vivir de lleno circunstancias enteramente distintas, que demandan ya un himno
renovado en sus tiempos verbales como en su sentido histórico. Y ese himno dirá
la verdad que surge del diálogo en curso de Panamá consigo mismo: “Alcancemos
por fin la victoria / en el campo feliz de la unión. / Con ardientes fulgores
de gloria / se ilumine la nueva nación. / Es preciso quitar todo velo / del
pasado, el calvario y la cruz / y que alumbre el azul de tu cielo / de justicia
la espléndida luz.”
Alto Boquete, Panamá, 5 de agosto de 2020
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