Por
Olmedo Beluche
(Como julio es el mes de las independencias, para
celebrarlo reeditamos este fragmento del libro Independencia hispanoamericana y
lucha de clases)
La Independencia
hispanoamericana fue una revolución en el pleno significado de la palabra,
tanto como la francesa de 1789 o la norteamericana de 1776 o la Rusa de 1917.
Todas las revoluciones clásicas, esto ha sido señalado por muchos, parecen
desarrollarse en un ciclo que va trasladando el poder a través de las diversas
clases sociales y sus fracciones, desde las más moderadas hasta las más
radicales, para luego volver a asentarse sobre las moderadas, pero expresando
una nueva realidad social y política surgida de entre el polvo y los escombros
de años de luchas.
La Revolución
Hispanoamericana por la
Independencia no fue la excepción a esta regla. Como todas las
revoluciones, ésta empezó como quien no quiere la cosa, con modestos y
moderados objetivos, digamos que reformistas, pero sin darse cuenta, se fue
complicando, profundizando, se conformaron sus partidos, se confrontaron, parió
nuevos hijos y se los tragó (como diría Dantón). Al final, luego de 20 años de
guerras civiles, sus resultados no fueron exactamente los previstos por ninguno
de sus actores principales.
Nuestra independencia, al igual que el modelo
clásico de la revolución Francesa, tuvo sus partidos: los realistas (virreyes y
oidores, como Abascal, Liniers o Amar, con sus generales terribles como Sámano
y Morillo); los girondinos o moderados (Rivadavia en el Sur, Camilo Torres en
Nueva Granada y Miranda en Venezuela);
sus jacobinos (como el propio Bolívar, Mariano Moreno, Castelli, San Martín,
Nariño); y su partido más radical y plebeyo, a la manera de los Sans-Culottes (representado
por Carbonell en Bogotá, Beruti y French en Buenos Aires, Artigas en Uruguay,
José Leonardo Chirino o Piar en Venezuela).
A su vez, cada partido expresaba los
intereses de una clase o fracción de ella: los comerciantes importadores, los
exportadores, los productores del mercado interior, las capas medias de
profesionales (generalmente abogados), los pequeños campesinos, los jornaleros,
los artesanos, etc. El modelo de estado que propugnaban también variaba, de
acuerdo a los intereses de clase: monárquicos, monárquicos constitucionales,
republicanos (unos a favor del sufragio restringido, otros proponiendo el
sufragio universal, masculino, claro), centralistas y federalistas.
En realidad, nunca se procedió siguiendo
un proyecto predeterminado, como algunos han llegado a creer. Por el contrario,
los propios estados nacionales surgidos de la independencia, tanto en cuanto a
sus fronteras, como en su organización económica y política, no quedaron
claramente trazados hasta después de la segunda mitad del siglo XIX, luego que
triunfaran los esquemas que ahora conocemos, tras décadas de guerras civiles.
Lo cual demuestra que la historia social es un libro abierto, no escrito en
ninguna parte, resultado de múltiples factores que nadie puede controlar.
Pero la
Independencia, aunque siguió el modelo clásico de la
Revolución francesa y estuviera inspirada en buena medida en la
Ilustración gala y en el liberalismo inglés, no fue un calco
de aquella y aquí los partidos y las ideas tuvieron sus propios significados,
atendiendo a su específica realidad social y cultural. Los conceptos y los
simbolismos no siempre tenían los mismos contenidos. Quien haga una lectura
superficial de los hechos corre el riesgo de equivocarse completamente.
Basten dos ejemplos: el papel de un sector
de la Iglesia, el “bajo
clero”, contrario al jugado en la Francia
de fines del XVIII, acá tuvo caracteres revolucionarios. Si no, ¿cómo
explicarnos la acción revolucionaria de las masas indígenas movilizadas por el
cura Hidalgo tras la imagen de la Virgen
de Guadalupe? En el sentido contrario, ideólogos ilustrados de la élite
criolla, como Camilo Torres, que apelaban al ideario modernizador para
justificar su igualdad de derechos con los españoles, tenían pavor de que el
sentimiento igualitarista calara en la masa de indios, negros y mestizos.
Al igual que en la
Independencia norteamericana y la francesa, el factor de la
política internacional debe ser tomado en cuenta en el análisis, ya que éste
jugó una veces a favor y otras en contra del proceso general, pero en todo
momento fue una influencia decisiva sobre los acontecimientos.
El telón de fondo,
lucha entre Francia e Inglaterra:
El factor internacional condicionó todo el
proceso y en gran medida fue la chispa que prendió la mecha. Por supuesto, la
perspectiva histórica requiere usar una razón dialéctica para la cabal
comprensión de los sucesos. Dialéctica, porque es evidente que hay un factor
interno de crisis económica, social y política incubándose en el imperio
español a lo largo del siglo XVIII, que lo debilita tremendamente. Crisis
interna que explica la facilidad con que la disputa por la influencia mundial y
europea, entre Francia e Inglaterra, convierten en monigote a la monarquía
borbónica, precipitando su colapso.
Los Borbones españoles siguieron actuando
como peones de Francia incluso después que guillotinaron a Luis XVI. Y como
aliado de ésta, entra en guerra con Inglaterra, que hace evidente su predominio
naval destruyendo la armada española en la batalla de Trafalgar en 1805. Lo
cual derivó en consecuencias concretas para sus colonias americanas.
Además de no poder controlar el
contrabando de mercancías, en 1806, Inglaterra avanza su política expansionista
invadiendo el Río de la Plata,
y la monarquía española se encuentra en tal estado catatónico que se ve
imposibilitada de hacer nada al respecto. Es el pueblo bonaerense el que, ante
la propia ineptitud del virrey Sobremonte, espontáneamente se organiza para
rechazar la invasión inglesa, con Liniers al mando de un ejército local. A
partir de allí, la pérdida de control sobre Buenos Aires sólo podía ir en
aumento.
Al año siguiente, 1807, Napoleón Bonaparte
decide invadir Portugal para someterlo a su política de cerco contra
Inglaterra. El emperador francés realiza esta primera invasión a la península
Ibérica a través de España, ante la total pasividad e incapacidad de sus
ejércitos. Los efectos de esta primera invasión son decisivos:
Primero, implica el traslado masivo de la
corte de los Braganza, de Lisboa a Brasil, convirtiendo a éste último país
puntal decisivo de su influencia en América; segundo, la invasión napoleónica a
Portugal demuestra la necesidad para Francia de controlar también a España y
demuestra que este plan es viable, de modo que prepara la segunda invasión al
año siguiente; tercero, una vez en Brasil, y ante la crisis de la monarquía
española, se despiertan las ambiciones de la mujer del rey portugués, Carlota
Joaquina de Borbón, sobre las posesiones americanas del imperio, formándose
partidarios de este proyecto en Sudamérica, como el propio Manuel Belgrano en
Buenos Aires.
Entre 1808 y 1810, la monarquía lusitano
brasileña impulsó el proyecto de un reino hispanoamericano regido por Carlota
como legítima heredera de los Borbones. Sin embargo, según el historiador Félix
Luna, Inglaterra jugó con el proyecto pero no permitió que cuajara, pues hacía
equilibrio tratando de mantener en la formalidad de aliados a la
Junta de Sevilla y al Consejo de Regencia posteriormente.
La propia crisis entre Carlos IV y
Fernando VII, que va desde un golpe de estado, del hijo contra el padre, hasta
las Capitulaciones de Bayona y el apresamiento de ambos por Napoleón,
constituye el síntoma más claro de la crisis española. En 1808, Napoleón invade
España y nombra a su hermano José rey de este país, lo cual destapa el proceso
que culminará con la Independencia
hispanoamericana, con posterioridad a 1821-25.
El pueblo español se insurrecciona contra
José Bonaparte y resiste la ocupación francesa. Surgen guerrillas que se
enfrentan al poderoso ejército galo. En ausencia de un poder político claro,
surgen en todas las ciudades Juntas de Gobierno que luchan por la independencia
española y el retorno de Fernando VII como legítimo monarca. En la ciudad de
Sevilla se crea una Junta que centraliza la resistencia, controlada por
elementos de la nobleza.
En Hispanoamérica, como secuela de los
sucesos españoles, se dan movimientos para integrar Juntas locales, pero los
Virreyes y demás autoridades coloniales se oponen en principio a los intentos
de integrar estas juntas y a dar participación en ellas a los elementos
encumbrados del estamento criollo. Se amparan, para esta negativa, en la
autoridad de la Junta
de Sevilla, que pretende que ellos suplen la ausencia de Fernando VII y que acá todo debe seguir igual, como si no
hubiera pasado nada.
La incapacidad de los sectores más
liberales e ilustrados de la nobleza española para ponerse a tono con las
circunstancias, la cual va a conducir a los brazos del independentismo hasta
los sectores más moderados de los criollos, queda graficada en la figura de Jovellanos,
cerebro de la Junta de
Sevilla, que dice: “Haciendo…mi profesión de de fe política, diré que, según
el derecho público de España, la plenitud de la soberanía reside en el monarca…
y, como ésta sea por su naturaleza indivisible, se sigue también que el
soberano mismo no puede despojarse ni puede ser privado de ninguna parte de
ella a favor de otro ni de la nación misma”.
Peor aún, la
Junta de Sevilla sólo reconoció iguales derechos a los
americanos después que José Bonaparte promulgara su Constitución que en el
título X equiparaba las esos derechos de sus pretendidos nuevos súbditos
hispanoamericanos. Según Liévano Aguirre, la junta sevillana no era sincera, ya
que al reglamentar la representación en ella sólo otorga nueve puestos a los
americanos contra treinta y dos españoles.
Finalmente, los criollos ven la
oportunidad de lograr su reconocimiento cuando, en enero de 1810, las tropas de
Napoleón derrotan a la Junta
de Sevilla y controlan toda la península Ibérica, quedando un pequeño grupo de
nobles a merced de la protección inglesa en Cádiz, conformando lo que se llamó
el Consejo de Regencia.
En este punto la crisis era de tal grado
que, para darse un barniz de legitimidad, el Consejo invita a los criollos
americanos a tomar su lugar como españoles en igualdad de derechos que los
peninsulares. Pero en esto también actuaron presionados por Napoleón que, en
diciembre de 1809, se manifestó dispuesto a reconocer la independencia de las
colonias españolas. Y, aunque los virreyes y demás autoridades coloniales
intentaron ocultar la nueva realidad, no pudieron evitarlo, abriéndose el
proceso de establecer Juntas compuestas por criollos, en algunos lugares
mezclados con las viejas autoridades.
Irónicamente, el proceso que desata los
nudos del imperio colonial español, se inicia con la proclama del 24 de febrero
de 1810 del Consejo de Regencia que dice: “Desde este momento, españoles
americanos, os veis elevados a la dignidad de hombres libres; no sois ya los
mismos de antes, encorvados bajo un yugo mucho más duro, mientras más distantes
estabais del centro del poder, mirados con indiferencia, vejados por la codicia
y destruidos por la ignorancia. Tened presente que al pronunciar o escribir el
nombre del que ha venir a representaros en el Congreso Nacional, vuestros
destinos no dependen ya de los ministros, ni de los virreyes, ni de los
gobernadores: están en vuestras manos”.
1810: ¿Independencia o sólo autonomía?
Empecemos por despejar un equívoco: se
dice que estamos conmemorando el Bicentenario de la
Independencia, en base a los sucesos de 1810; sin embargo, en
la mayoría de las Juntas que se impusieron en las ciudades y capitales
virreinales de América, no se declaró tal independencia, por el contrario,
asumieron el poder político en nombre de Fernando VII y a la espera de su
retorno.
Lo que tuvieron de revolucionario aquellos
sucesos fue que las Juntas en muchos lugares se impusieron gracias a la
movilización popular, que arrancó el poder de las autoridades virreinales. Pero
el poder quedó en manos de quienes controlaban los Cabildos, es decir, la
oligarquía criolla con ínfulas nobiliarias principal beneficiaria del modelo
económico colonial, aunque desprovista, hasta ese momento, del poder político.
Por supuesto, las alas más radicales de
las sublevaciones populares, en muchos casos sí levantaban ya la propuesta de
Independencia total de la metrópoli y el establecimiento de un gobierno
republicano. Pero éste primer envión popular, no puso el poder político en
manos de los partidos radicales, sino que lo arrancó a los virreyes y lo
entregó a la élite criolla moderada.
Los independentistas y republicanos
consecuentes tomarían el poder posteriormente, luego de cruentas guerras
civiles y nuevos alzamientos populares, por un breve tiempo, para luego ser
derrotados entre 1814-20, con la restauración de Fernando VII, y volver a la
ofensiva hasta vencer definitivamente a partir de 1820-25, y ver el péndulo
político retornar a la derecha en manos del criollismo reaccionario, entre
1826-30, con el fracaso del proyecto bolivariano. Parodiando la
Revolución Rusa, en América, 1810, representó
el equivalente de la Revolución
de Febrero, todavía faltaba para llegar a su Octubre.
El historiador José Luis Romero,
especialista en este tema, afirma: “No es fácil establecer cuál era el grado
de decisión que poseían los diversos sectores de las colonias hispanoamericanas
para adoptar una política independentista. Desde el estallido de la
Revolución francesa aparecieron signos de que se empezó a
pensar en ella… Pero era un sentimiento tenue…”.
Por el contrario, hacia 1810, la actitud
de los próceres criollos fue una reacción contra el posible influjo subversivo
que podrían tener en la sociedad hispanoamericana las ideas revolucionarias
francesas, a través de José Bonaparte. Parodiando esta actitud, el historiador
Liévano Aguirre dice: “Fue la amenaza de la
Francia revolucionaria la que aceleró la crisis, puso término
a las indecisiones, y dos consignas célebres resumieron, en América, las
tendencias de los distintos intereses en juego. Los funcionarios españoles
dijeron: “Los franceses antes que la emancipación” y los criollos respondieron:
“La emancipación antes que los franceses””.
Basten dos ejemplos, uno citado por Romero
y el otro por Liévano, sobre dos importantes figuras de este momento y cómo en
realidad pensaban: Francisco de Miranda y Camilo Torres.
Francisco de Miranda, que vivió muchos
años en Europa, el precursor de la idea de la independencia, expresaba al
sector mercantil hispanoamericano vinculado a los intereses británicos, cuyo
modelo político apreciaba. Respecto a él, dice Romero: “Una cosa quedaba
clara a sus ojos: la urgente necesidad de impedir que penetraran en
Latinoamérica las ideas francesas… Una y otra vez expresó que era
imprescindible que la política de los girondinos o de los jacobinos no llegara
a “contaminar el continente americano, ni bajo el pretexto de llevarle
libertad”, porque temía más “la anarquía y la confusión” que la dependencia
misma”.
Camilo Torres, autor del Memorial de
Agravios, por el cual exige la igualdad de los americanos (pero sólo de los
criollos) con los españoles, opina: “… La constitución napoleónica será un
contagio funesto, que apestará nuestros pueblos. Perseguidla y quemad vivo al
que quiera introducirla entre nuestros hermanos…”.
Porque ambos próceres expresaban con
claridad los intereses de la clase a la que pertenecían y cuando hablaban de
libertad e igualdad, se referían a la oligarquía criolla, y no a la masa de
explotados indios, mestizos y negros. Por ejemplo, Miranda, en su “Bosquejo de
Gobierno Provisorio” (1801) propone el paso del gobierno a los Cabildos en los
que se aceptarán representantes de “la gente de color”, pero sólo en un
tercio, y si son “propietarios de no menos de diez arpentes de tierra”.
Torres, por su parte, en el Memorial alega que: “Los naturales (los indios),
conquistados y sujetos hoy al dominio español, son muy pocos o son nada en
comparación de los hijos de europeos...”, para justificar que no tienen
derecho a la representación en la Cortes.
Respecto a los objetivos de los criollos,
en el caso de la Junta
de Santa Fe (Bogotá), queda claro en la nota que ellos mismos dirigieron a las
provincias invitándoles a sumarse que: “Nuestros votos, nuestro juramento
son “la defensa y la conservación de nuestra santa religión católica: la
obediencia a nuestro legítimo soberano el señor Fernando VII, y el
sostenimiento de nuestros derechos hasta derramar la última gota de sangre por
tan sagrados objetivos. Tan justos principios no dejarán de reunirnos las
ilustres provincias del reino. Ellas no tienen otros sentimientos, según lo han
manifestado, ni conviene a la común utilidad que militemos bajo otras banderas,
o sea otra nuestra divisa que “religión, patria, rey”” (29 de julio de
1810).
Estas actitudes inconsecuentes no valieron
de nada a los criollos, y al propio Camilo Torres, cuando el general Morillo,
luego de restaurado Fernando VII, decidiera pasarlo por las armas en 1816.
Actitud represiva y vengativa de la monarquía que hizo mucho más por convencer
a los criollos de volcarse a la
Independencia que todos los discursos de Simón Bolívar.
En el caso de la
Junta que se instaló en Buenos Aires, el 25 de mayo de 1810,
dice el historiador Félix Luna que: “Es posible que algunos de los
dirigentes revolucionarios intuyeran que esos tiempos llevaban ineluctablemente
a la independencia. Otros acaso deseaban una reformulación de los vínculos con
España”. Pero todavía un año después la
Junta de Buenos Aires firma un Tratado de Pacificación con el
virrey Elía, que dice: “… protestan solemnemente a la faz del universo que
no reconocen ni reconocerán jamás otro soberano que al señor D. Fernando VII, y
sus legítimos sucesores y descendientes”.
El 18 de septiembre de 1810, la
Junta creada en Santiago de Chile, juraba “defender este
reino hasta con la última gota de sangre, conservarlo al señor don Fernando
VII, y reconocer el Supremo Consejo de Regencia…”. Igual sucedió en
Caracas, en la que el Acta de Independencia sólo se va a proclamar el 5 de
julio de 1811, luego de una fuerte lucha política.
Nace el partido
radical y popular de la revolución
Sería un error creer que el único sector
social que actuó sobre los acontecimientos fue la oligarquía criolla. Por el
contrario, en los mismos hechos que llevaron al establecimiento de estas juntas
conformadas por el criollismo, actuaron decisivamente las masas populares
dirigidas por adalides salidos de los sectores medios de la sociedad quienes
expresaron un proyecto más radical y revolucionario que el de las élites.
Inclusive, en los momentos decisivos, ante
la pusilanimidad criolla, fueron estos líderes y las masas la que impusieron el
cambio. Dos ejemplos, Bogotá y Buenos Aires.
Según Liévano, el mismo 20 de julio de
1810, los criollos montaron una provocación para que el pueblo saliera a la
calle y legitimara la instalación de la
Junta forzando al virrey Amar a reconocerla. Pero ante la
magnitud de la protesta popular, y los saqueos de los comercios de los
gachupines, la oligarquía cachaca se asustó y corrió a esconderse en los “retretes
más recónditos de sus casas”. De
manera que, al caer la noche, y retirarse el pueblo a la sabana, sólo el
criollo Acevedo y Gómez intentaba vanamente mantener una ficción frente al
Ayuntamiento, para beneplácito del virrey que creía desvanecido el movimiento.
Es un joven de 25 años, modesto
funcionario de la
Expedición Botánica, al que ya ni recuerdan
entre los próceres, José María Carbonell, quien con un grupo de seguidores se
dirigió a los arrabales de la ciudad, tocó las campanas y congregó al pueblo de
Bogotá, salvando al movimiento, e intimidando al virrey que se vio obligado a
reconocer la
Junta. Es Carbonell, al frente de las huestes
populares quien fuerza, en las siguientes semanas, a la destitución y prisión
definitiva del virrey. La Junta
se constituyó sólo con miembros de la oligarquía, ante la protesta de Carbonell
y el pueblo, y le pagó a éste con la cárcel, posteriormente.
En Buenos Aires, la oligarquía también
pretendía un acuerdo con el virrey Cisneros, incluso que la
Junta funcionara bajo su presidencia. Y es el pueblo
movilizado por French y Beruti, dos líderes salidos de las capas medias la que
fuerza los hechos, siendo destituido el virrey e instalándose una junta de
coalición de diversos partidos.
En ambos casos, Buenos Aires y Bogotá, es
la acción de los Carbonell, Beruti y French al movilizar al pueblo, la que ata
las manos del ejército que, en caso contrario, habría inclinado la balanza a
favor de las autoridades coloniales. Estos líderes, al igual que Bolívar en
Caracas se organizarían como partidos independientes en las llamadas sociedades
patrióticas, y jugarían papeles notables en los meses siguientes.
En fin, de todas las proclamas de 1810 la
única que contenía un claro grito de Independencia es la que salió de los
sectores más explotados de la sociedad colonial, los indígenas, y su vocero fue
Miguel Hidalgo, quien, desde Guadalajara, decía en diciembre de 1810: “Rompamos,
americanos, esos lazos de ignominia con que nos han tenido ligados tanto tiempo:
para conseguirlo no necesitamos sino de unirnos…”, y seguidamente decretaba
la entrega de las tierras de arriendo a los indígenas y el fin de la esclavitud
(“Que todos los dueños de esclavos deberán darles libertad dentro del
término de diez días, so pena de muerte…”).
Bibliografía
- Pensamiento político de la
emancipación (1790-1825).
Biblioteca Ayacucho. Volúmenes XXIII y XXIV. Caracas, 1977.
- Liévano Aguirre, Indalecio. Los
grandes conflictos sociales y económicos de nuestra historia.
Círculo de Lectores, S.A. Bogotá, 2002.
- Luna, Félix. La
independencia argentina y americana (1808-1824). La nación. Buenos
Aires, 2003.