Boaventura de Sousa Santos
www.publico.es
/ 151019
Un niño ondea una gran bandera ecuatoriana frente a
decenas de ciudadanos y manifestantes que limpian las calles tras acordar el
final de las protestas contra las medidas del presidente Lenin Moreno. EFE/
Bienvenido Velasco
Como su propio nombre indica, Ecuador está
situado geográficamente en el centro del mundo. Todo lleva a creer que el
neoliberalismo ha decidido llevar a cabo su agenda de fin del mundo en este
país. Como es sabido, el neoliberalismo es la versión más antisocial del
capitalismo global porque está estrictamente vinculada a los intereses del
capital financiero. No reconoce otra libertad que la libertad económica, por lo
que le resulta fácil sacrificar todas las demás.
Por cierto, es bueno que los portugueses
sepan esto con respecto al partido Iniciativa Liberal, la versión más tardía
del liberalismo en forma de bancarrota. La especificidad de la libertad
económica es que se ejerce en la medida exacta del poder económico que uno
tiene para ejercerla y, por tanto, su ejercicio siempre implica una forma de
imposición asimétrica sobre los grupos sociales que tienen menos poder y una
forma de violencia brutal sobre los que no tienen poder, la gran mayoría de la
población empobrecida del mundo. Tal imposición y violencia siempre se traduce
en la transferencia de riqueza de los pobres (traducida en las magras políticas
de protección social del Estado) a los ricos y en el saqueo de los recursos
naturales, así como de los activos económicos, cuando los hay. El Fondo
Monetario Internacional es el agente encargado de legalizar el robo en el que
se traducen las políticas de austeridad impuestas por el capitalismo
financiero.
El robo es tan evidente hasta el punto de
que el montante de los préstamos casi siempre equivale a los beneficios
públicamente contabilizados que se ofrecen a los acreedores internacionales y a
las grandes corporaciones multinacionales que se articulan con ellos. Los
casos más recientes de este proceso van desde Grecia hasta Portugal
(2011-2015), desde Argentina hasta Brasil y muchos países africanos.
Lo que está sucediendo en Ecuador
representa el paroxismo, el momento de máxima intensidad de la voluntad
destructiva del neoliberalismo. Con el fin de salvaguardar el derecho al robo
legal por parte de los acreedores y las empresas multinacionales, el país se
incendia socialmente, se declara un estado de excepción rápidamente legitimado
por una Corte Constitucional cómplice, se movilizan las Fuerzas Armadas
entrenadas por la infame Escuela de las Américas (hoy con un nombre diferente
que borra la historia para mantener los propósitos) a fin de ejercitarse en la
lucha contra los enemigos internos, es decir, las grandes mayorías
empobrecidas, se asesina y hiere a los manifestantes y se provoca la
desaparición de cientos de niños. Es una estrategia maximalista y de fin del
mundo dispuesta a arrasar el país para hacer cumplir la voluntad imperial y de
las élites locales a su servicio.
Lo más trágico de todo es que Ecuador fue
el país de la esperanza en la primera década de este siglo. Tuve el placer de
ser consultor en la elaboración de una de las constituciones más progresistas
del mundo, la Constitución de 2008, la primera que en su articulado consagró
los derechos de la naturaleza y ofreció una alternativa al desarrollo
capitalista. Una alternativa que se basaba en los principios de armonía con la
naturaleza y de reciprocidad que los pueblos indígenas siempre han practicado,
un modelo de vida que, por resultar tan extraño a la lógica occidental, tuvo
que consagrarse en su versión original, en lengua quechua, el suma kawsay, traducido imperfectamente
por buen vivir. Los años siguientes fueron años de experimentación innovadora y
grandes expectativas, de manera especial para los pueblos indígenas que, sobre
todo desde 1990, venían luchando por el reconocimiento de sus derechos, el
respeto de sus formas de vida y la dignidad de su existencia como
supervivientes del gran genocidio colonial moderno, perpetuado hoy por el nuevo
colonialismo y el racismo que durante décadas caracterizó tanto a los partidos
políticos de derecha como de izquierda.
La presidencia de la República la ocupaba
Rafael Correa, un gran comunicador, sin gran arraigo en los movimientos
sociales, con un discurso antimperialista, siempre polémico en sus posiciones y
poco tolerante con las divergencias en su propio campo político. A pesar de
ello, realizó un trabajo notable de renegociación de la deuda externa y de
redistribución social, aunque erróneo y tal vez insostenible por dos razones
principales.
Por un lado, tenía dificultades para
reconocer en los pueblos indígenas algo más que gente pobre; sus derechos
colectivos, su cultura y su historia apenas contaban; la redistribución social
implicaba centralismo de Estado y la liquidación de las autonomías
territoriales del autogobierno indígena, garantizadas al menos desde la
Constitución de 1998; pronto trabajó duro por demonizar a los líderes
indígenas.
Por otro lado, en contra de la
Constitución e invocando dificultades financieras, adoptó el modelo de
desarrollo capitalista neoextractivista (centrado en la extracción de recursos
naturales, especialmente petróleo), aunque dando preferencia a los inversores
chinos en detrimento de los inversores norteamericanos tradicionalmente
presentes. En los últimos años, Correa fue abandonado por una buena parte de la
izquierda ecuatoriana, no solo por su desarrollismo, sino por su virulencia
contra los líderes indígenas. Yo mismo fui crítico con Correa, pero nunca
compartí los excesos de cierta izquierda, ungida por la izquierda ecologista
europea, que llegó a considerar a Correa como un líder autoritario de extrema
derecha. Hoy deben estar experimentando un baño de realidad sobre lo que
verdaderamente es la extrema derecha en Ecuador y en todo el subcontinente.
Rafael Correa estuvo en el poder entre
2007 y 2017 y fue relevado por su vicepresidente durante varios años, ahora
presidente, Lenín Moreno. Inicialmente, dio la idea de que lo que cambiaría
solo sería el estilo de gobierno, no la sustancia. Sin embargo, quien conocía
los antecedentes de Moreno debería haber estado estar más atento. Nadie se dio
cuenta de que la persecución judicial contra Correa por presunta corrupción,
que Moreno patrocinó, no era más que otra versión de la nueva estrategia
estadounidense para neutralizar a los gobernantes que pusieran en peligro los
intereses de las empresas estadounidenses, especialmente en el sector
petrolero: la supuesta lucha contra la corrupción. Fue así contra Lula da Silva
y Cristina Kirchner, entre muchos otros. Poco a poco, Moreno fue mostrando su
verdadero propósito: realinear Ecuador con los intereses de Estados Unidos. El
acuerdo con el FMI culminó la celebración de esta alianza. El llamado
«paquetazo» decretado el 1 de octubre, el paquete de medidas de austeridad, es
de una violencia extrema para las familias de bajos ingresos, la gran mayoría
de la población ecuatoriana.
La trágica trayectoria de las recetas del
FMI es de sobra conocida. Nunca dan nada más que buenos negocios para sus
inversores. Siempre resultan en el empobrecimiento de las grandes mayorías. A
pesar de ello, o tal vez por ello, siguen aplicándose y, cada vez que se
aplican, se anuncian como la única alternativa para salvar el país. Que el FMI
sea indiferente a las desastrosas consecuencias sociales de sus recetas no
resulta sorprendente, porque no se puede exigir que el capitalismo haga otra
filantropía que la que redunda en su propio interés (y por tanto no es
verdadera filantropía). Lo sorprendente es que Lenín Moreno parece no recordar
que la resistencia de los pueblos indígenas, una resistencia aprendida a lo
largo de los siglos, ya ha derribado a tres presidentes desde 1990, y es muy
probable que él sea el próximo. Lo más trágico para el pueblo ecuatoriano es
que los anteriores derrocamientos presidenciales (1997, 2000, 2005) fueron
mucho menos violentos de lo que se anuncia para el siguiente.
La tímida declaración de la Alta
Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, cuya incapacidad
para defender con autonomía los derechos humanos es bien conocida, es una señal
de los tiempos autoritarios en los que nos encontramos. La esperanza de Ecuador reside en la dignidad de su pueblo. Para
estar a la altura de esta dignidad, la solidaridad de los demócratas del mundo
con el noble pueblo ecuatoriano debe ser inequívoca y activa.