María López
Vigil
Los dogmas del catolicismo, la religión en la
que nací, ya no me dicen nada. Las tradiciones y creencias del cristianismo,
tal como las aprendí, me parecen cada vez más ajenas. Son respuestas. Y ante el
misterio del mundo yo tengo cada vez más preguntas.
Sentimientos parecidos a los míos los
descubro en mucha otra gente, sobre todo jóvenes, sobre todo mujeres, que no niegan
a Dios, pero que buscan una espiritualidad que alimente de verdad el sentido de
sus vidas. Y en busca de ese tesoro, donde poner su corazón, toman distancia, se
apartan, revisan, hasta rechazan, la religión aprendida.
¿Qué nos pasa? ¿Qué me ha pasado? Que he
crecido, que he leído, que he buscado, que vivimos en un mundo radicalmente
diferente al mundo tribal, rural, pre-moderno, en el que se fraguaron los
ritos, dogmas, creencias, jerarquías y tradiciones de mi religión. El sistema
religioso que nos han enseñado habla de un concepto anticuado del mundo. Ya no podemos
caminar con esos “zapatos”, ya no me sirven.
Sabiendo, como sé, que el cristianismo en
todas sus versiones (católicos, protestantes, evangélicos, ortodoxos…) es una
religión poderosa, pero una más entre tantas que existen y
han existido en el planeta y en la historia, ya no puedo creer que la mía es la religión verdadera. Sería una
insensatez tan mayúscula como creer que mi lengua materna, el español, es entre
todas las lenguas, la mejor sólo porque nací en ella, es la que conozco y la
que sé hablar.
Encuentro arrogantes los postulados
religiosos que aprendí. Porque se presentan absolutos, rígidos, infalibles,
incuestionables, inmutables e impenetrables al paso del tiempo. Y la humildad
-que tiene la misma raíz, humus, que humanidad me parece un caminito esencial
ante el misterio del mundo, que ni la ciencia ni ninguna religión logra desentrañar
cabalmente.
Sabiendo, como sé, las riquezas que encierran
las variadísimas culturas humanas, los tantos mundos que hay en este mundo, no
puedo creer que en mi religión y en la Biblia esté “la” revelación de esa realidad
última que es Dios. Si así lo creyera, no podría evitar ser soberbia. Y no
podría dialogar de igual a igual con los miles y miles y miles de hombres y
mujeres que no lo creen así, que tienen otros libros sagrados, que van a Dios
por otros caminos en donde no hay escrituras santas que venerar y seguir.
¿Cómo creer en ese galimatías dogmático,
amalgamado con una filosofía superada, que afirma que en Dios hay tres personas
distintas con una única naturaleza y que Jesús es la segunda persona de esas
tres, pero con dos naturalezas? ¿Cómo creer lo que es absurdo y no entiendo si
mi cerebro es la obra maestra de la Vida? ¿Cómo creer que María de Nazaret es
Madre de Dios si Dios es Madre? ¿Cómo creer en la virginidad de María sin
asumir lo que ese dogma expresa de rechazo a la sexualidad y a la sexualidad de
las mujeres? ¿Cómo aceptar una religión tan masculinizada y, por tanto, tan
separada de aquella primera intuición que presentía a Dios en femenino al ver
el poder del cuerpo de la mujer que daba vida? ¿Cómo olvidarnos de que, por esa
experiencia vital, Dios “nació mujer” en la mente de la humanidad?
¿Cómo creer en el infierno sin convertir a
Dios en un tirano torturador como los Pinochet o los Somoza? ¿Cómo creer en el
pecado original, que nunca nadie cometió en ningún lugar, que es solamente el mito
con que el pueblo hebreo explicó el origen del mal en el mundo? ¿Cómo creer que
Jesús nos salvó de ese pecado si esa doctrina no es de Jesús de Nazaret sino de
Pablo de Tarso? ¿Cómo creer que Dios necesitaba de la muerte de Jesús para
lavar ese pecado? Jesús el profeta, ¿un cordero propiciatorio que aplaca con
sangre la cólera divina? ¿Cómo creer que Jesús nos salvó muriendo, cuando lo
que nos puede “salvar” del sinsentido es que nos enseñó a vivir? ¿Cómo creer
que como el cuerpo de Jesús y bebo su sangre, reduciendo así la Eucaristía a un
rito materialista, mágico y evocador de sacrificios arcaicos y sangrientos que
Jesús rechazó?
Sin embargo, dejando ya en mi camino tantas
creencias de la religión aprendida, no dejo a Jesús de Nazaret. Porque, así
como mi padre, mi madre y mis hermanos son mis referentes afectivos, y así como
pienso, hablo y escribo en español y esa lengua es mi referente cultural, Jesús
de Nazaret es mi referente religioso y espiritual, mi referente ético, el que
me es más familiar para tantear el camino que me abre al misterio del mundo.
Hoy, sabiendo, como sé, de la majestad
inabarcable del Universo en el que vivimos, con sus miles de millones de
galaxias, no puedo creer que Jesús de Nazaret sea la única y definitiva
encarnación de esa Energía Primera que es Dios. Eso no lo creyó Jesús. Esa
elaboración dogmática, hecha posteriormente y en contextos de luchas de poder,
escandalizaría a Jesús. Hoy, en vez de afirmar “creo que Jesús es Dios”,
prefiero decirme y decir: “Quiero creer en Dios como creyó Jesús”.
¿Y en qué Dios
creía Jesús, el Moreno de Nazaret? Nos enseñó que Dios es un padre, también una
madre, que se preocupa por buscarnos, -el pastor que busca a su oveja, la mujer
que busca su dracma-, que nos espera con ansia, que siempre acoge, que se
indigna ante las injusticias y ante el poder que explota y oprime, que toma
partido por los de abajo, que no quiere pobres ni ricos, que quiere que a nadie
le sobre y a nadie le falte, que apuesta por la equidad y la dignidad de todos,
que nos quiere hermanos, que nos quiere en comunidad, que no quiere señores ni
siervos, tampoco siervas, que nos da siempre oportunidades, que se ríe y
festeja, que celebra banquetes a los que invita a todos, que es alegre y es
bueno, que es un abbá, una immá.
Todas las religiones del mundo, toditas, se
parecen en algo: todas afirman que son las verdaderas y se ufanan de que sus
divinidades son las más poderosas. Todas se sostienen en creencias, en ritos,
en mandamientos y en mediadores. La mayoría de los mandamientos que imponen son
prohibiciones: lo que no se puede hacer, lo que no se puede pensar, lo que no
se puede decir... Y los mediadores que dominan las religiones son variadísimos:
son libros, lugares, tiempos y objetos sagrados y, sobre todo, son personas
sagradas a las que hay que creer, obedecer y reverenciar.
Cuando uno lee la buena noticia de los
Evangelios, cuando capta su esencia, descubre que Jesús no fue un hombre
religioso. Jesús fue un laico en contradicción permanente con los hombres
piadosos y sagrados de su tiempo, fariseos y sacerdotes. Jesús no propuso
creencias sino actitudes. No lo vemos nunca practicando ningún rito sino
acercándose a la gente. Le dio la vuelta a varios mandamientos, tal como eran
interpretados por los piadosos de su tiempo. Y no respetó ni los lugares
sagrados (oraba en el monte) ni los tiempos sagrados (“El sábado es para la gente,
no la gente para el sábado”).
Jesús fue un hombre espiritual y un maestro
ético. Jesús no quiso fundar ninguna religión y, por eso, no es responsable de
ninguno de los dogmas construidos desde el poder sobre la memoria apasionada de
quienes lo conocieron. Jesús propuso una ética de relaciones humanas. Inspiró
un movimiento espiritual y social de hombres y mujeres que buscando a Dios
buscaran la justicia y construyeran su sueño, el Reino de Dios, que él concibió
como una utopía contrapuesta a la realidad de opresión, injusticia, que le tocó
vivir en su país y en su tiempo.
Cuando ninguna persona es sagrada todas las
personas se vuelven sagradas. Cuando ningún objeto es sagrado todos los objetos
merecen ser cuidados. Cuando ningún tiempo es sagrado todos los días que me es
dado vivir se convierten en sagrados. Cuando ningún lugar es sagrado veo en la
Naturaleza entera el sagrado templo de Dios. Esto también nos lo enseñó Jesús.
La irreverencia, la provocación, la gracia,
el humor, la audacia y la novedad de la espiritualidad de Jesús de Nazaret han
sido aprisionadas desde hace siglos en la dogmática cristológica. Esa dogmática
nos hace prisioneros de un pensamiento único, nos encierra en una jaula. No nos
deja volar porque no nos deja preguntar, sospechar, dudar… Los barrotes de esa
cárcel provocan miedo. Miedo a desobedecer la palabra autorizada de quienes
“saben de Dios”, las jerarquías de la religión. Miedo a ser castigados por
pensar y por decir lo que pensamos.
Hoy, sabiendo que vivo “en torno a una
estrella del montón, en una zona corriente de una galaxia vulgar, agrupada con
otras igualmente anodinas en un cúmulo ordinario”, como describe este “barrio
cósmico” que es la Tierra un prestigioso físico, no puedo dejar de sentir
petulantes y esclerotizadas, irrelevantes para mi vida, las certezas y las
normas de la religión organizada por una burocracia jerárquica que, además, en
tantas cosas ha traicionado el mensaje de Jesús.
Me encuentro más cercana a la Vida que Jesús
defendió y dignificó en esa religiosidad, en esa espiritualidad que es
reverencia y asombro ante el misterio del mundo. Hallo más sentido espiritual en
la “religiosidad cósmica” de la que habló el judío Einstein cuando dijo: “El
misterio es lo más hermoso que nos es dado sentir”. Einstein reconoce que esa
experiencia de lo misterioso “cuna del arte y de la ciencia ha generado también
la religión”. Pero añade: “La verdadera religiosidad es saber de esa Existencia
impenetrable para nosotros, saber que hay manifestaciones de la Razón más
profunda y de la Belleza más resplandeciente” que nunca nos son del todo
asequibles. Y concluye: “A mí me basta con el misterio de la eternidad de la
Vida, con el presentimiento y la conciencia de la construcción prodigiosa de lo
existente”.
No sé si a mí me basta esa formulación, pero
sí sé que me resulta significativa porque me abre a nuevas preguntas. Y la
religión, el sistema religioso en el que me educaron, no me abrió. Me cerró
llenándome de respuestas fijas, preestablecidas, muchas de ellas amenazantes,
angustiantes, generadoras de miedo, de culpa y de infelicidad. Es tiempo de
humanizarnos. Y el sistema religioso, obligándonos a pensar a Dios de una única
manera, imponiéndonos normas morales severas y faltas de compasión y
obligándonos a cultos y ritos rutinarios y rígidos, nos deshumaniza.
¿Creo en Dios? ¿Qué
es la fe? “Es un amor”, me respondió hace ya muchos años un campesino
analfabeto en la República Dominicana cuando yo se lo pregunté. Nunca lo
olvido. Sentí una explicación tan sencilla como profunda.
Si Dios es, es
quien me mueve siempre hacia el amor, hacia los demás, sean personas, animales,
árboles… Ese movimiento, ese impulso es a compartir, a simpatizar, a cuidar, a
hacerme responsable, a meterme en el agua que guarda en su fondo ese pozo de todo
lo que está vivo. La amistad es la felicidad de no poder tocar nunca el fondo
de ese pozo. Eso es amor: un pozo sin fondo en el que poder beber. Eso debe ser
Dios. En el amor que tengo a quienes quiero yo siento a Dios.
Si Dios es, es
belleza. El derroche de belleza de la Naturaleza -las estrellas del cielo, los
ojos de los perros, la forma de las hojas, el vuelo de los pájaros, los colores
y sus matices, el mar-, todo ese inconmensurable y siempre sorprendente listado
de hermosuras, todas parecidas, todas diferentes, todas relacionadas, esa
belleza que yo no puedo ni abarcar ni entender, que deslumbra mis ojos y mi
mente, que la ciencia nos descubre y nos explica, siento que tiene “la firma”
de Dios. En el fondo de toda la belleza que veo en todo lo que existe yo siento
a Dios.
Si Dios es, es
alegría. En la fiesta, en la música y el baile, en las formas indefinibles que
adopta la alegría cuando es profunda, en la palabra, en la compañía, en la
celebración, en los logros, en el esfuerzo de creatividad, y muy especialmente
en las risas y en las sonrisas de la gente, yo siento que Dios es más cercano
que nunca.
Si Dios es, es
también justicia. Es la justicia que la historia que conozco y en la que vivo no
le ha garantizado nunca a la gente buena. Que no le garantizó a aquel campesino
pobre y analfabeto que me definió la fe como “un amor”.
Pero Dios
siempre está más allá de todo amor, de toda belleza, de toda alegría, siempre
inalcanzable, innombrable, indescifrable, siempre más allá de la idea que de
Dios me hago, más allá de mi propio deseo y nostalgia. Maimónides, el gran
pensador judío de la Edad Media, escribió un tratado teológico-filosófico con
este fascinante título: "Guía para perplejos". Dice él:
"Describir a Dios mediante negaciones es la única manera de describirlo en
un lenguaje apropiado".
Ni una pizca de
esa perplejidad la encuentro ya en el sistema religioso en el que nací. Y es
con estos “ladrillos” de pensamiento y de sentimiento, con este pensar y este
sentir, con los que he ido construyendo a tientas una espiritualidad,
convencida, como decía el poeta León Felipe, que nadie va a Dios por el mismo
camino por el que voy yo. La espiritualidad es un camino personal, la religión
es un corsé colectivo. Un “yugo pesado”, en palabras de Jesús.
En su libro La ola es el mar, el monje benedictino
Willigis Jäger comenta: “Una
persona sagaz dijo: La religión es un
truco de los genes”. Jäger se toma
muy en serio esa afirmación. Y explica: “Cuando la especie humana alcanzó el
nivel evolutivo adecuado para plantearse preguntas sobre su origen, su futuro y
el sentido de su existencia, desarrolló la capacidad para dar respuesta a esas
preguntas. El resultado de este proceso es la religión, que durante milenios ha
desempeñado magníficamente su tarea y aún sigue haciéndolo hoy. La religión
forma parte de la evolución humana. Y si hoy llegamos a un punto en que sus
respuestas ya no satisfacen, es un indicio de que la evolución ha dado un paso
hacia adelante y está surgiendo en la humanidad una nueva capacidad para
comprendernos como seres humanos”.
A pesar de los
caminos errados y de los tiempos perdidos, cuánto me alegro de que, antes de
morirme, desarrollé esa capacidad y pude vivir en el tiempo de ese paso hacia
adelante.